Ahogando el grito

Chandelier. Foto: Alexandre Vanier. CC0 Public Domain.

Se limpia las manos, otra vez, en los muslos. Palpa cada arruga del pantalón, deseando que absorban el sudor de sus palmas. Esta vez, Miquel, se puso más cerca de la puerta del vagón. Estaba en la Línea 3 del metro de Barcelona. Odiaba coger el metro. Estaba tocando todo tipo de bacterias que no veía. Estaba tocando todo tipo de gérmenes que otras personas habían dejado allí abandonadas. Y él, Miquel, sentía cómo los estaba recogiendo uno a uno. Nada más detenerse en Passeig de Gràcia, Miquel esperó pacientemente que alguien pulsase el botón para que se abriese la puerta y saltó a la plataforma.
Al salir, sube las escaleras hacia el exterior y se dirige a la Gran Vía. Inicia, de nuevo, su paso, adelantando su pie derecho, al que le sigue como soldado, su pie izquierdo. Cuando pierde el ritmo, se concentra para reanudarlo. En algún que otro tropiezo con los transeúntes, en los pasos de cebra, en la acera, o mientras caminan a su lado; Miquel ha tenido que perder la concentración en el ritmo de sus pies y pensar en otras cosas más importantes: qué pretendían al acercarse tanto a él, qué buscaba toda esa gente que intentaba dirigirse a él con una sonrisa si no los conocía de nada, por qué a todos esos bebés necesitaban una mano de pintura antibacteriana en sus manos, caras y todas esas partes que llevasen descubiertas. Se hacía tantísimas preguntas que se les agolpaban y antes de lo imaginado, había ignorado pasar por la Plaza Catalunya, haber apurado el último olfateo del Hard Rock Café y haber cruzado toda la calle hasta el hotel H 1898.
La entrada del hotel sabía a añejo, la madera inundaba todas las superficies de la puerta principal del hotel. Las vigas y las columnas de mármol, hacían que el antiguo esplendor colonial se conservase. No hacía falta soñar con esterillas, ni volver a esa sensación cálida, puesto que él ya la sentía. Con los toques renacentistas actuales, Miquel se sentía un Adonis paseando por los inmensos pasillos que se conocía como su propia casa. Pasar allí dos semanas al mes, estaba haciendo de ese hotel su residencia habitual. Se dirigió a la puerta del ascensor y esperó, pacientemente, al lado de la puerta, mirando el móvil.
Nadie pasó por allí durante unos minutos, Miquel, se impacientaba. Había revisado todos sus correos nuevos, tomado alguna nota rápida y había mirado su reloj, demasiadas veces, para pasar desapercibido por los conserjes. Uno de ellos, se acercó, muy prudentemente le preguntó si necesitaba algo y él negó con la cabeza. En ese mismo momento, una persona, se dirigió al ascensor y pulsó el botón. La puerta se abrió y ambos subieron.
—¿A qué planta se dirige? —le preguntó aquel hombre alto de barba y enchaquetado con traje azul marino y corbata rosa con lunares blancos.
—Quinta planta— sentenció Miquel sonriendo, con esa afirmación confirmaba que se dirigía a las habitaciones Deluxe, las cuales contaban con terraza particular con vistas al centro de Barcelona y ciertos servicios exclusivos.
Ambos se sonrieron y salieron, a la vez, en la planta quinta. Miquel se dirigió hacia la derecha y su compañero de ascensor, hacia la izquierda. Después de un par de pasos más, Miquel sacó su tarjeta, la pasó por la puerta y abrió la habitación.
Dejó la maleta en el armario, sacó su cámara de fotos y se asomó al balcón con ella en la mano. Cada vez que estaba allí, Miquel debía fotografiar vistas de Barcelona centro para el Periódico Barcelona, su lugar de trabajo.
El aire le resultaba insulso e insuficiente, dejó la cámara a un lado y respiró, de nuevo. Las palmas de las manos comenzaron a sudar, otra vez, aunque ahora no podía limpiarse con nada, intentaba agarrarse a la barandilla de la terraza, pero un vértigo repentino se hizo dueño del temblor de sus piernas. Un embotamiento en su cabeza, como si alguien pusiera un tapón en cada uno de sus oídos mientras aprieta desde la parte de arriba de su cuerpo presionándolo contra el suelo, atornillándolo. Náuseas. Se puso las manos en el estómago y sintió recuperar una parte del dominio de su cuerpo. Un mareo intenso vuelve desde el suelo vibrante. Todo se mueve. La inestabilidad del cuerpo le hace sentir su corazón más que nunca, un latido acelerado que hiperventila como él, con falta de aliento. Le falta el aliento a él y a su corazón. A ambos. Se siente a punto de desmayar. Sin control de sí mismo. Quiere gritar para llamar a alguien. Pánico a morir. Morir en la habitación de un hotel. Morir solo en la terraza de una habitación. Dolor en el pecho. Su corazón se duele por esa soledad. Morir en soledad. No puede morir ahí. En un ventanal. Quiere gritar o llorar. Quiere escapar de ese espacio. Ahora recuerda. Piensa. Estaba al aire libre. En un ventanal, al aire libre. ¿Estaba cerrado o abierto? ¿Era pequeño o inmenso? ¿Estaba oscuro? Destrucción de sus propios recuerdos. Quiere volver al ventanal. Quiere experimentar la entrada al espacio mental que le supera. Quiere respirar.
Miquel se levanta con dificultad, se arrastra hasta la cama. Se tumba boca arriba, se introduce la mano en el bolsillo de su pantalón, saca una pastilla y se la introduce en la boca. Cierra los ojos un momento. El tambor en su cabeza reduce el ritmo. Marca los latidos de su corazón, pero también las veces que sus párpados tiemblan. Marca la música particular para que sus piernas no paren de bailar, pero también las veces que su cuerpo convulsiona encima del colchón.
Pasa el tiempo necesario para que la pastilla haga su efecto, Miquel sabe que debe tomarse las cosas con calma. Sus ataques de pánico y todos los síntomas han ido empeorando. Y aumentando. Comienza a respirar con dificultad nuevamente. Esta vez, ve una sombra en la pared encima, sobre sí. La sombra se dirige a él y lo agarra del cuello. Lo ahoga. Intenta gritar y no puede. Ahoga el grito con su propia almohada. Ahoga su grito clavando sus uñas en el colchón y agarrando las sábanas mientras se cubre como en una crisálida. Ahoga su grito. Se ahoga. Se ahoga. Se ahoga.

 

 

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