Señalo con un dedo
el rastro de estrellas
que sale de mi cuarto.
Aprovecho el eco
esparcido; mudándome
a una estrella
en cada pisada.
Cambio el rumbo
cada cuatro días.
Sin mirar al fondo
del pasadizo
—sin foso
y sin cadenas.
Disfruto de las majestuosas
vistas desde aquí.
Donde caben las firmezas
de mis facciones
mientras miran
—con aplomo— al Sol,
desafiantes.
Lo reto,
antes de sacudir mis manos,
al abofetearlo con un soplo,
donde vuelan embriones de estrellas,
nacidos en mi cama
un día azul.
Listos para el desafío.

Gema Albornoz

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