La estación de la ceniza de David Fajardo

La estación de la ceniza de David Fajardo fue ganadora del VI Premio Internacional de Poesía Juan Rejano de Puente Genil. De esta manera, David Fajardo, poeta canario nacido en 1983 en Las Palmas de Gran Canaria, fue galardona con el VI Premio Internacional de Poesía Juan Rejano por su obra La estación de la ceniza, de entre casi 1.000 textos recibidos. El premio, organizado por el Ayuntamiento de Puente Genil, la Fundación Juan Rejano y la Asociación Cultural Poética, contempla una dotación económica de 3 000 €, además de la publicación del poemario por la editorial Pre-Textos.

La voz de Fajardo es renovadora, en su momento, el jurado destacó la capacidad evocadora y el lirismo de la obra, que cruzó fronteras estilísticas y convenció por su hondura temática. En efecto, el poemario se alza como un puente entre lo íntimo y lo épico, cuya poesía —de tono sombrío y desgarrador— se convierte en un canto poético a las víctimas y a la vez una denuncia del olvido.

Se trata nada más y nada menos que El Holocausto y su memoria, hechas verso. En el poemario no solo hay una representación poderosa de la experiencia del genocidio, sino que sus versos desciende al terreno de lo cotidiano: la niña que aprieta la mano de su padre y sostiene una muñeca. Esa tensión entre lo singular y lo universal, entre la anécdota y el horror colectivo, es lo que hace de su poesía una experiencia tan íntima como devastadora. Una obra en un tono sentido, emotivo y cercano porque es imposible leer La estación de la ceniza sin sentir un nudo en la garganta. Sus imágenes son flamas discretas que iluminan el abismo. Su voz nos acaricia con ternura y nos golpea con precisión. La ceniza, símbolo de muerte, también se convierte en ceniza que siembra memoria, que exige mirar con honestidad, con dolor y con poesía. Y renace como poesía.

En un mundo que a veces se esfuerza por olvidar, estos verso reclaman el deber de recordar. Nos recuerdan que la poesía no es un refugio, sino una trinchera moral para combatir el olvido.

La estación de la ceniza no es solo un poemario notable; es una obra que conmueve, que asombra, que exige sensibilidad y atención. David Fajardo nos regala versos que laten con la voz de quienes ya no pueden hablar, y nos interpela a nosotros: lectores, seres humanos, memoria inevitable. Este libro, merecidamente premiado, nos habla al corazón y nos convoca a no cerrar los ojos.

En la obra se entreteje una trama de símbolos y memoria histórica, donde el Holocausto no es una abstracción lejana, sino una presencia viva que palpita en lo cotidiano. Fajardo elige la anécdota íntima como vehículo: la muñeca olvidada, el columpio mohado en el barro, la cama que resiste el último balanceo. Esta ternura desarmante es lo que convierte cada poema en un canto privado, casi secreto, que reclama memoria desde la fragilidad de lo personal.

El actor Carlos Olalla lo sintetiza maravillosamente: “La estación de la ceniza… ha venido para demostrar que es posible hallar belleza incluso en el horror y la barbarie… un ramo de poemas dedicados al Holocausto… cuando quien los escribe es alguien con el talento y la sensibilidad de David Fajardo”. Ése es, justamente, el milagro poético de este libro: hacer visible lo invisible, tocar lo que duele, nombrar lo innombrable.

La voz poética transita un territorio donde la ceniza es paisaje, testigo y destino, donde cada verso es ceniza que vuelve cuerpo y voz a lo que el silencio quiere borrar. Diego Sánchez Aguilar profundizaba en esta elección temática y la justifica: “El poemario está dedicado (casi) en exclusiva al Holocausto… sumergirse completamente en él… todos somos herederos de aquello que sucedió… considerar que uno ha de ser judío o alemán para sentirse interpelado por los campos es una forma de avalarlos”, (Coloquio de los perros). Esta afirmación resuena como una defensa de la poesía como acto ético: la denuncia que no se sustenta solo en la memoria histórica, sino en la afirmación colectiva de nuestra humanidad compartida.

El valor literario de este poemario no reside únicamente en su forma, sino en su fuerza moral y existencial. En esa tensión entre el verso puro y el testimonio, cada poema se convierte en una trinchera ética. En un tiempo donde el olvido parece ganar terreno, Fajardo se alza como vigilante del recuerdo, y su poesía se convierte en un rescate del que fue silenciado.

La estación de la ceniza es, pues, una obra poética de innegable hondura emocional y compromiso ético. Fajardo logra con versos sencillos, imágenes profundas y un tono desolador, hacer presente lo que muchos desean olvidar, para que la memoria viva. La poesía, en su forma más pura, se convierte aquí en luz que empapa incluso las cenizas, y el lector, partícipe silencioso de ese gesto, sale cambiado.