Al borde — SALTO AL REVERSO

El día había estado inestable durante horas. Desde aquella punta de La Catedral, en Paracas, la mujer andina sentada con su sombrero mirando al horizonte de espaldas. El grajeo de una bandada de gaviotas me distrajo de las ensoñaciones más dulces para con aquella indígena peruana. Imaginé cosas que mi abuela me contó, de esas que su abuela le había contado. Pero noté romperse algo dentro de mí, cuando no entendía nada de lo que me contaban. No me identificaba con nada de aquello. Hasta aquel instante, de espaldas a aquellas piedras. Vi el paralelismo, y me reí. Solté una carcajada al encontrar los parecidos entre mi situación ante aquella figura y mi situación ante el mundo.

El guía que nos llevó hasta allí el día anterior nos aseguró que estaba prohibido traspasar ciertos límites. Estábamos sobre una zona donde los desprendimientos de tierra se producían de forma constante; era peligroso y por eso estaba cercado, limitado y vigilado. Nos especificó que estábamos caminando sobre sedimentos marinos de millones de años. Lo recuerdo porque me sentí así, como uno de ellos. Me habían arrastrado diversas corrientes, a lo largo de la vida, de un lado para otro, y me habían depositado donde todo fluía.

Eché un vistazo al grupo que me acompañaba en la visita con el guía. Una chica, con gafas de sol y pelo negro recogido en un moño, tenía frío. Parecía cansada y aburrida; estaba sentada en una de las piedras más llanas de la explanada donde estábamos. Se limitaba a mirar de un lado a otro y a sonreír de vez en cuando. Con las manos entre las piernas, se encogía cuando alguno de los compañeros hacía una nueva pregunta al guía. Un chico con camiseta azul y cámara fotográfica en mano se acercó a la valla de madera e hizo un par de fotos dirigiendo el objetivo a donde el guía explicaba que se situaban las Placas de Nazca. El guía, indumentado con una gorra y chalequillo a juego, movía las manos, en ese momento, haciendo balanza. Como si las placas tectónicas estuviesen en su poder.

—Los temblores y sismos son muy comunes en la zona —dijo rotundamente. Y, finalmente, cruzó las manos y dejó de distraerme con su manoteo. Nos avisó que si hacíamos fotos desde allí las vistas serían muy bonitas. Algo que era mucho más que evidente.

Otra carcajada al recordarlo. Me espabilé, y tambaleé un poco, cuando un par de gotas me golpearon en la cara. El oleaje rompía, agresivamente, contra las piedras. Había atravesado todo aquello para llegar al borde de aquella punta. Quería tocar el final de aquella Catedral. Había estado de cuclillas todo este tiempo, mientras recordaba y me reía. Me puse de pie, de puntillas, y saqué el móvil del bolsillo. Tecleé el número de mi abuela y apareció el nombre de Nana en la pantalla. Era el momento, y estaba preparada para hacerlo: pulsé el botón de la llamada.

—Nana, hola. Bien. No. Nada. Te llamo para decirte que te quiero. No. ¿La verdad? —contesté, tragándome las palabras, las lágrimas y la risa nerviosa—. Podría mentirte y decir que estoy al borde de un acantilado, a punto de saltar, pero no haré eso, Nana. No. Sabes que eres lo más importante del mundo para mí. No lo olvides. Nana, hace tiempo que dejé de divertirme aquí. Ya hemos hablado muchas veces, pero este camino sigue siendo un túnel negro, Nana. No. No hay ninguna luz al final. No la veo. Bueno, te miento. Ahora sí la veo, Nana. Te quiero.

[…]

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